“Una sociedad que se acostumbra a pescindir de todo precepto moral no puede generar más que caos, injusticia y lucha encarnizada de todos contra todos” Leo y releo a los clásicos del pensamiento y a los maestros que nos han enseñado a pensar y obrar honestamente, y lo primero que compruebo es la distancia abismal que existe entre las enseñanzas que nos han transmitido y la realidad del mundo actual. El hombre medio de la sociedad de consumo lee cada vez menos a los grandes guías de la humanidad, y en el supuesto de que los lea, suele hacer caso omiso de su contenido, diciéndose a sí mismo, terminada la lectura del libro o libros que haya podido tener en la mano: ¡qué ingenuos eran y cuán alejados de la realidad estaban al hablar del bien, de la virtud, del sentido de la vida y de otros valores superiores! Esta deducción no deja de ser lógica en una época que, como la nuestra, concede ante todo valor al egoísmo, al dinero, al éxito, al poder y al hedonismo en sus diversas variantes. Pero no menos lógico es que una sociedad que se acostumbra a prescindir de todo precepto moral no puede generar más que caos, injusticia y lucha encarnizada de todos contra todos. ¿Se dan cuenta de ello quienes consideran que los buenos sentimientos y la conducta recta se han convertido en anacronismos completamente inútiles para responder eficazmente a los retos de la vida moderna? No lo creo, de lo contrario intentarían enfrentarse a la inmoralidad reinante y lucharían por un orden político y social más justo, más coherente y humano del que hoy impera a lo largo y ancho de la geografía mundial. ¿Por qué no obran así y se conforman con el pan y circo que el sistema ha inventado como recompensa o premio a la vida banal y vacía que suelen llevar? Sencillamente porque están alienados y han perdido la noción de lo que es vida verdadera y auténtica. Esta es la razón de que confundan autorrealización y felicidad con el fetichismo técnico, el culto desenfrenado a Mammon y el consumo cada vez más intenso y acelerado de los productos generalmente superfluos que los grandes consorcios arrojan al mercado. ¿Son realmente felices? No lo creo, por mucho que se lo imaginen y por mucho que en sus ratos de ocio se diviertan, lo pasen bien y se aturdan con los espectáculos que los administradores del poder les ofrecen los fines de semana con el objeto de que no reflexionen a fondo sobre su verdadera suerte.
La felicidad tiene un semblante muy distinto al de los rostros hoscos y herméticos que solemos ver a nuestro alrededor. No menos significativas son en este contexto la dureza y agresividad de las relaciones intersubjetivas y sociales, un fenómeno que entretanto ha penetrado ya en los centros de enseñanza y aun en el recinto familiar. Ello no puede sorprender; si algo nos han enseñado los clásicos es que una felicidad digna de este nombre es inseparable de un proyecto superior de vida, lo que a su vez presupone la elección del bien como norma de conducta. Pero eso es precisamente lo que cada vez se pierde más: la conciencia moral. Pues bien: donde esto acontece, el hombre está condenado a vivir en estado más o menos permanente de desasosiego, insatisfacción y miedo, reflejo de subjetivo o interior de la enemistad que reina en el ámbito objetivo o externo, enemistad que el sistema sublima con el nombre de competencia. Su hegemonía es entretanto tan absoluta que se ha convertido en lo que Walter Benjamin llamaba “estado de emergencia”,término al que yo asocio la impotencia para superar este estado de las cosas. Admitir esta aporía o callejón sin salida no es naturalmente ni fácil ni cómodo; de ahí que quien más quien menos recurra a lo que Freud llamaba“Verdrängung”, acto consistente en ahuyentar de nuestra mente todo lo desagradable e ingrato con el objeto de tranquilizar nuestra conciencia y seguir gozando de la vida. Pero mucha antes que el médico vienés nuestro Jaime Balmes señalaba ya en “El criterio” la tendencia del hombre a huir de sí mismo: “Desgraciadamente, de nada huimos tanto como de nosotros mismos”. Mas este tipo de maniobras psicológicas no conducen a ninguna parte y no hacen más que prolongar los males que arrastramos. No es huyendo de la realidad que lograremos cambiarla, sino mirándola cara a cara y enfrentándose a ella, lo que no significa otra cosa que negarse a ser víctima y elegir la opción de la autodeterminación. El modelo de vida creado por el sistema no es la plenitud, sino la nada. No comprender ni luchar contra esta triste realidad es negarse a sí mismo y aceptar de buen o mal grado el papel de “esclavos sublimados” que el sistema nos ha reservado, como hace varias décadas señalaba Herbert Marcuse en su “Hombre unidimensional”.“Si algo nos han enseñado los clásicos es que una felicidad digna de este nombre es inseparable de un proyecto superior de vida, lo que a su vez presupone la elección del bien como norma de conducta”
Artículo de Heleno Saña publicado en la sección "Humanamente hablando" de la revista "La Clave".
La Anarquía seria una sociedad sin estado, todas las funciones tradicionalmente desempeñadas por el estado son asumidas por el proletariado. El ejército abolido he sustituido por el pueblo en armas, las milicias voluntarias. Los ministerios suprimidos son sustituidos por la federación de los productores, autonomía local de los productores y federalismo. Solidaridad de autodisciplina en lugar de leyes. Policías y magistrados sustituidos por la vigilancia revolucionaria de los trabajadores...
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