Las
integrantes del colectivo Pussy Riot están dando una lección de
honestidad a todo el mundo. Su único crimen, además de ser mujeres
jóvenes contestatarias, es hacer una crítica a la situación
política de su país –por desgracia muy extendida y común a todas las
llamadas democracias occidentales–, en donde la separación entre Iglesia
y Estado es tan solo un supuesto, un prerrequisito ideal.
Denunciar las injerencias entre las esferas civiles y eclesiásticas se
reprime bajo la acusación de blasfemia. En definitiva, se utiliza la ley
bíblica, tamizada por los intereses terrenales, para dictar sentencias
en los tribunales civiles y reprimir cualquier crítica al statu quo.
Éste no es, en
esencia, un grupo de música. Antes de su detención, cuando sus
performances empezaron a acaparar la atención de la prensa
internacional, uno de estos reportajes finalizaba con un
involuntariamente irónico “Pussy Riot descarta grabar un disco”. Pussy
Riot son un colectivo que practica la desobediencia civil y la acción
directa. Como tal, ya han conseguido, en parte, su objetivo: denunciar
la corrupción de los poderes político y religioso, señalar la falsedad
de la separación entre Iglesia y Estado y criticar el carácter
autoritario de una sociedad patriarcal.
Quienes las
critican como enviadas del Pentágono para minar el poder de Moscú, en
una especie de guión de espionaje durante la Guerra Fría en versión
post-punk, parecen minusvalorar este tipo de movimientos autónomos de
base que se alejan del imaginario tradicional de los movimientos de
izquierdas y su gusto por la imagen del militante siempre hombre,
siempre serio, siempre sacrificado. Pussy Riot nos han recordado que existen muchas formas de incidir en el cambio social,
y la que toma la forma de canción o cualquier otra manifestación
cultural y aparentemente festiva no es, necesariamente, más blanda o
superficial.
También se ha criticado que su caso y su condena se consideren una situación autóctona de Rusia,
fruto de su historia política y cultural. Sin embargo, no están solas
en este tipo de lucha. Miles de personas anónimas en todo el mundo están
embarcadas en esta lucha feminista, laicista y de reivindicación de la
presencia y potencia femenina en los escenarios y en la vida cultural y
política de una sociedad.
Tampoco la reacción
del poder ante su provocación es ajena a sociedades con una
teóricamente mayor salud democrática. Pussy Riot han sido juzgadas y
condenadas por “vandalismo y odio religioso”, una acusación similar a la que los abogados del pseudosindicato Manos Limpias realizó contra las mujeres que realizaron una acción simbólica de protesta en la capilla de la universidad pública, y supuestamente laica, Complutense de Madrid.
Bajo las figuras jurídicas de “ofensa a los sentimientos religiosos” se
disfraza la ademocrática alianza entre el poder eclesiástico y el civil
(ya sea el ejecutivo o académico), además de una fuerte misoginia y
lesbofobia características de una institución tan patriarcal –también en
su sentido más literal– como la Iglesia.
En definitiva, Pussy Riot han dado a conocer internacionalmente los quiebros que los grupos feministas independientes e impredecibles hacen día a día,
en todas las ciudades del mundo, al sistema patriarcal y sus más firmes
instituciones. Como ellas mismas dicen, a pesar de la sentencia
condenatoria y del exilio político al que se han visto empujadas las
otras integrantes del colectivo, hemos ganado. Lo que ellas cantaron se
repite como un eco en cada muestra de apoyo, en cada persona que lee sus
declaraciones y se inspira en ellas.
LAURA ‘GAELX’ MONTERO
http://www.diagonalperiodico.net/La-victoria-de-Pussy-Riot.html
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