La idea del
Estado, el principio autoritario, se encuentra en bancarrota tras la
experiencia de la Revolución Rusa. Si tuviese que resumir mi argumento
completo en una frase, diría: La tendencia inherente del Estado es a
concentrar, reducir y monopolizar todas las actividades sociales; la
naturaleza de la revolución es, por el contrario, crecer, ensancharse y
diseminarse en círculos cada vez más amplios. En otras palabras, el
Estado es institucional y estático; la revolución es fluida y dinámica.
Estas dos tendencias son incompatibles y mutuamente destructivas. La
idea del estado asesinó a la Revolución Rusa y deberá tener el mismo
resultado en todas las otras revoluciones, a menos de que prevalezca la
idea libertaria.
Sin embargo,
yo voy aún más lejos. No son sólo el Bolcheviquismo, Marxismo y
Gobernalismo los que son fatales para la revolución así como para todos
los progresos humanos vitales. La principal causa de la derrota de la
Revolución Rusa yace aún más profunda. Hemos de encontrarla en la misma
concepción socialista de Revolución.
La idea
dominante, casi generalizada, de revolución -en particular la idea
Socialista- es que la revolución es un cambio violento de las
condiciones sociales a través del cual una clase social, la clase
trabajadora, se impone y domina a otra clase, la clase capitalista. Es
la concepción de un cambio puramente físico y como tal involucra sólo un
cambio en la escena política y el reordenamiento institucional. La
dictadura burguesa es remplazada por la dictadura del proletariado o de
su “vanguardia”: el Partido Comunista. Lenin toma el sitio de los
Romanovs, el Gabinete Imperial es rebautizado como Soviet del Comisario
del Pueblo, Trotsky es nombrado Ministro de Guerra y un trabajador se
convierte en el Gobernador Militar General de Moscú. Esa es, en esencia,
la concepción Bolchevique de la revolución tal y como se traduce en la
práctica. Y con un par de alteraciones menores es también la idea
sostenida por todos los demás Partidos Socialistas.
Esta
concepción es inherente y fatalmente falsa. La revolución sí que es un
proceso violento. Pero si ésta resulta sólo en un cambio de dictadura,
en un intercambio de nombres y personalidades políticas, entonces
difícilmente vale la pena. Definitivamente no vale toda la lucha y
sacrificio, la enorme pérdida en vidas humanas y valor cultural que
resultan de toda revolución. Si esa revolución fuese a traer alguna vez
mayor bienestar social (que no ha sido el caso en Rusia), tampoco
valdría el espantoso precio pagado: meras mejoras pueden ser aplicadas
sin necesidad de una sangrienta revolución. No son paliativos ni
reformas lo que se busca alcanzar con la revolución tal como la concibo
yo.
En mi opinión
-reafirmada mil veces por la experiencia rusa- la gran misión de la
revolución, de la revolución social, es una transvaloración fundamental
de los valores. Una transvaloración no sólo de los valores sociales,
sino de los humanos. Éstos últimos son incluso primordiales, ya que son
la base de todos los valores sociales. Nuestras condiciones e
instituciones descansan en estas ideas profundamente asentadas. Cambiar
esas condiciones y a la vez dejar esas ideas y valores de fondo intactos
implica una transformación meramente superficial que no podrá ser
permanente o traer mejoras reales. Es un cambio sólo de forma, no de
substancia, como Rusia comprobó tan trágicamente.
Es a la vez el
gran error y la gran tragedia de la Revolución Rusa el haber apuntado
(liderando el partido político regente) a cambiar sólo las instituciones
y condiciones mientras que ignoraba completamente los valores humanos y
sociales involucrados en la Revolución. Peor aún, en su loca pasión por
el poder, el Estado Comunista incluso buscó reforzar y profundizar las
mismas ideas y concepciones que la Revolución había venido a destruir.
Apoyó y alentó las peores cualidades antisociales y destruyó
sistemáticamente la recién despierta conciencia acerca de los nuevos
valores revolucionarios. El sentido de justicia e igualdad, de amor a la
libertad y de fraternidad humana -esos fundamentos de la regeneración
real de la sociedad- fueron suprimidos al punto de su exterminio por
parte del Estado Comunista.
El sentido de
igualdad, instintivo en el hombre, fue etiquetado como un débil
sentimentalismo; la dignidad humana y la libertad se volvieron
supersticiones burguesas; la santidad de la vida, la cual es la misma
esencia de la reconstrucción social, fue condenada como
no-revolucionaria, incluso como contra-revolucionaria. Esta perversión
de los valores fundamentales traía consigo la semilla de la
autodestrucción.
Con la
concepción de que la Revolución era sólo un medio para conseguir el
poder político, era inevitable que todos los valores revolucionarios
debieran estar subordinados a las necesidades del Estado Socialista; es
más, serían aprovechados para promover la seguridad del poder
gubernamental recientemente adquirido. Las Razones de Estado bajo la
máscara de los intereses de la Revolución y del Pueblo, se convirtieron
en el único criterio de acción, incluso de sentimiento. La violencia,
trágica consecuencia inevitable de la agitación revolucionaria, se
convirtió en una costumbre establecida, un hábito, y fue enseguida
entronada como la institución más poderosa e ideal. ¿No fue el mismo
Zinoviev quien canonizó a Dzerzhinsky, el cabeza de la sangrienta
Tcheka, como Santo de la Revolución? ¿No se le dieron acaso los mayores
honores públicos de parte del Estado a Uritsky, el fundador y sádico
jefe de la Tcheka de Petrogrado?
*
Esta
perversión de los valores éticos pronto se cristalizó en el todopoderoso
eslogan del Partido Comunista: el fin justifica los medios. De manera
similar, en el pasado la Inquisición y los Jesuitas adoptaron este lema y
subordinaron a él toda moral. Y este lema se vengó de los Jesuitas
tanto como se vengó de la Revolución Rusa. Al despertar de este eslogan
le siguió la mentira, el engaño, la hipocresía y la traición, el
asesinato, abierto y secreto. Debiera ser de sumo interés para los
estudiosos de la psicología social que dos movimientos tan ampliamente
separados en el tiempo y en las ideas como los Jesuitas y el
Bolcheviquismo alcanzaran resultados exactamente iguales en la evolución
del principio de que el fin justifica los medios. El paralelo
histórico, casi enteramente ignorado hasta ahora, contiene una lección
de la mayor importancia para todas las revoluciones porvenir y para el
futuro completo de la raza humana.
No hay mayor
falacia que la creencia de que los objetivos y propósitos son una cosa,
mientras que los métodos y tácticas son otra. Esta concepción es una
potente amenaza para la regeneración social. Toda la experiencia humana
nos enseña que los métodos y los medios no pueden separarse del objetivo
final. Los medios empleados, a través de los hábitos personales y las
prácticas sociales, pasan a formar parte del propósito final; lo
influencian, lo modifican, y finalmente los medios y los objetivos se
tornan idénticos. Lo sentí desde el día de mi llegada a Rusia, primero
vagamente y luego cada vez más clara y conscientemente. Los maravillosos
e inspiradores objetivos de la Revolución se fueron nublando y
oscureciendo tanto por los medios utilizados por el poder político
regente que era difícil distinguir los medios temporales del propósito
final. Psicológica y socialmente, los medios necesariamente influencian y
alteran a los objetivos. La historia completa del hombre es una prueba
continua de la máxima de que despojar a los métodos de los conceptos
éticos implica hundirse en las profundidades de un profundo proceso de
desmoralización. Ahí yace la tragedia de la filosofía Bolchevique así
como fue aplicada en la Revolución Rusa. Que la lección no sea en vano.
Ninguna
revolución puede triunfar como factor de liberación a menos que los
medios utilizados para llevarla a cabo sean idénticos, en tendencia y
espíritu, a los propósitos que se desea alcanzar. La revolución es la
negación de lo existente, una protesta violenta contra la inhumanidad
del hombre hacia el hombre y todas las esclavitudes que eso conlleva. Es
la destrucción de los valores de dominación sobre los cuales se ha
construido un complejo sistema de injusticia, opresión y errores,
sustentado en la brutalidad y la ignorancia. Es el heraldo de nuevos
valores, es quien conduce la transformación de las relaciones más
básicas del hombre con el hombre, y del hombre con la sociedad. No es
una mera reformadora, que parcha algunos males sociales; no es un mero
cambio de formas e instituciones; no es una redistribución del bienestar
social. Es eso, pero es aún más, mucho más. Es, en primer lugar y más
que nada, el transvalorados que porta nuevos valores. Es la maestra de
la nueva ética, inspirando al hombre con un nuevo concepto acerca de la
vida y sus manifestaciones en las relaciones sociales. Es la
regeneradora mental y espiritual.
Su
primer principio ético es que tanto los propósitos como los medios
utilizados deben ser idénticos. El fin último de todos los cambios
sociales revolucionarios es establecer la santidad de la vida humana, la
dignidad del hombre, el derecho de cada ser humano a la libertad y el
bienestar. Si no fuese ése el objetivo esencial de la revolución,
entonces el cambio violento de la realidad social no tendría
justificación alguna. Porque las alteraciones sociales externas pueden
ser -y han sido- alcanzadas mediante el proceso normal de la evolución.
La revolución, por el contrario, implica no sólo cambios externos, sino
internos, básicos, fundamentales. Ese cambio interno de conceptos e
ideas, permeando estratos sociales cada vez más amplios, finalmente
termina en la agitación violenta que se conoce como revolución. ¿Debiera
ese clímax invertir el proceso de transvaloración, ponerse en su
contra, traicionarlo? Eso es lo que sucedió en Rusia. Por el contrario,
la revolución misma debiera acelerar y llevar a cabo el proceso del cuál
ella es la expresión culmine; su misión principal es inspirarlo,
llevarlo a las mayores alturas, darle pleno espacio a su expresión. Sólo
así la revolución puede ser fiel a sí misma. Llevado a la práctica,
esto significa que el período de la revolución actual, la tan llamada
etapa de transición debe ser la introducción, el preludio de las nuevas
condiciones sociales. Es el umbral a la nueva vida, la nueva casa del
hombre y la humanidad. Como tal, el espíritu de esta nueva vida debe ser
armonioso con la construcción del nuevo edificio.
El hoy es el
padre del mañana. El presente proyecta su sombra hacia el futuro. Esa es
la ley de la vida, individual y social. La revolución que se despoja a
sí misma de los valores éticos sienta de ese modo las bases de la
injusticia, el engaño y la opresión de la sociedad futura. Los medios
utilizados para preparar el futuro se convierten en su Piedra angular.
Somos testigos de la trágica condición de Rusia. Los métodos de la
centralización estatal han paralizado la iniciativa individual y el
esfuerzo; la tiranía de la dictadura ha intimidado a la gente y la ha
llevado a la sumisión servil, y más que nada, extinguió el fuego de la
libertad; el terrorismo organizado ha depravado y embrutecido a las
masas y ha sofocado todas las aspiraciones idealistas; el asesinato
institucionalizado ha degradado la vida humana, y ha eliminado todo el
sentido de la dignidad del hombre y del valor de la vida humana; la
coacción en cada paso ha hecho del esfuerzo una amargura, del trabajo un
castigo, ha transformado la existencia completa en un esquema de engaño
mutuo, y ha reavivado los instintos más bajos y brutales del hombre.
Una herencia lamentable para comenzar una nueva vida de libertad y
hermandad.
No puede ser
suficientemente enfatizado que la revolución será en vano a menos que
esté inspirada en sus ideales primordiales. Los métodos revolucionarios
deben estar en sintonía con los medios revolucionarios. Los medios
utilizados para llevar a cabo la revolución deben estar en armonía con
sus propósitos. En resumen, los valores éticos que la revolución quiere
instalar en la nueva sociedad deben tener su inicio en las actividades
revolucionarias del tan llamado período de transición. Esto último puede
servir como un puente real y fiable hacia una vida mejor sólo si está
construido del mismo material que la vida que queremos alcanzar. La
revolución es el espejo del día por venir; es el niño que llegará a ser
el Hombre de Mañana.
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