Entre
los anarquistas, a menudo nos encontramos con ideas que tienden a
jerarquizar el orden de importancia de la visibilidad del quehacer
revolucionario. Mientras unos le dan un papel “ineludible” a la
Organización, otros consideran inexcusable el ejercicio de la violencia.
Y es que sin duda, las formas de entender, pero además de apropiarse de
la anarquía, transita por un camino bastante diverso, que aunque es
rico en contenido, también nos tiene constantemente al límite de las
confusiones y bajo amenaza de encapsulación definitiva, sobre todo, si
no ponderamos que la realidad de nuestra práctica se enfrenta a un
escenario completamente hostil, que a diario controla y reprime nuestras
posibilidades de transformación.
Lo importante en este sentido es comprender que aunque unos no se
“O”rganicen y otros no se encapuchen todos tenemos una vida cotidiana
donde abrir un campo de batalla.
Considero que todos los lugares son útiles para esparcir nuestros
intentos por practicar la Libertad y no creo que haya ni lugares
inapropiados, ni lugares privilegiados para su germinación, pues la
dominación se encuentra atrincherada por todos partes.
Limitaciones para una práctica cotidiana
La vida en la sociedad capitalista se convierte diariamente en una
nueva encrucijada, el sistema que padecemos se muestra tan bien
sustentado sobre un engranaje complejo y absorbente, que nos envuelve
provocativamente en un mar de contradicciones. Ser completamente
consecuentes con las ideas que sustentamos es una imposibilidad
práctica, dadas las ataduras que socialmente poseemos. Es cierto que
considero un imperativo hacer de nuestra vida una búsqueda incansable de
la libertad, pero reconozco que vivimos bajo un sistema que acomoda
todos sus dispositivos para hacernos entrar a regañadientes en su
maquinaria. Para quienes nos reivindicamos anarquistas es un objetivo
vivir fuera de cualquier sistema que totalice sus normativas, que
determine a priori los comportamientos y que domestique la voluntad
general. En el sistema capitalista quisiéramos vivir alejados del
consumo, distantes del trabajo asalariado, del dinero, de la tarjeta
bancaria, del transporte público, incluso de la electricidad, y buscar
por otros medios una vida más coherente con nuestros deseos. Pero es
necesario mirar a nuestro alrededor y entender que aunque nuestra
tenacidad antiautoritaria pueda romper a veces un muro, detrás de él se
encuentran más paredes destinadas a mantenernos bajo control, y quizás
cuántas vallas se encuentren más allá del próximo obstáculo. Por tanto,
me parece apropiado puntualizar que vivir en esta sociedad no es un
opción sino una determinación histórica.
No
es mi intención puntualizarlo para sostener la integración al sistema
como un camino, por ningún motivo, al contrario, esos muros que pueden
caer con nuestra acción nos permiten siempre visualizar más allá, pero
bajo ningún punto de vista debemos confundirnos pensando que es posible
ser completamente libres en el mundo de la esclavitud contemporánea, lo
planteo en particular porque considero que aquella ilusión nos lleva al
conformismo individual y a los juzgados morales de la anarquía.
Sin duda, aunque deseemos evitar los vicios de esta sociedad,
seguimos siendo parte de ella, precisamente porque no somos sujetos
asociales, no podemos abstraernos de una realidad que día a día pasa
frente a nuestros ojos, precisamente, porque es esa realidad la que nos
ha llevado a sacar nuestras más difíciles conclusiones. En este sentido,
no es extraño que tengamos un trabajo asalariado, que estudiemos en una
institución de educación formal, que paguemos arriendo, que cancelemos
nuestra entrada a un concierto o que vayamos de compras (y algo más) al
supermercado. Algunos tendrán caminos aplaudibles para evitarse algunos
de estos embrollos, pero en general, ni para los anarquistas ni para el
resto de la sociedad, aquellas son decisiones “libremente” tomadas como
individuos. Ahora bien, si nuestro concepto de “libertad” se adapta a la
tradición liberal-capitalista es posible que esto sí sea un gesto de
“Libertad”.
Por nuestra parte, evidentemente que intentamos tensar nuestra vida
para que cada día vivamos más la rebeldía y menos la pasividad; mas la
ayuda mutua y menos la competencia, mas la libertad y menos la
autoridad, pero no olvidamos que vivimos en un fase del capitalismo de
control ultra sofisticado, donde sin duda en los últimos tiempos se ha
estrechado más la distancia entre la espada y la pared que nos oprime y
que nos recuerda a diario los costos de dirigir demasiado lejos nuestra
vida refractaria.
Cuando un compañero afirma que los explotados somos explotados porque
queremos, se equivoca tanto como cuando el rico dice que somos pobres
porque nos gusta la pobreza. Si consideráramos que en este sistema es
posible conquistar la Libertad en todas sus dimensiones no tendríamos
para qué seguir luchando contra él. Lo anterior no significa que a
menudo no podamos agujerear las estructuras del poder con llamaradas de
libertad, pero sí que éstas son esporádicas ya que son sofocadas
rápidamente por los sostenedores del
statu quo.
La práctica independiente de la inserción o la desinserción
El anarquista no necesita “insertarse” en espacios determinados, pues
nuestra vida transcurre estando ya insertos en una realidad concreta,
que contempla diversos escenarios que, de alguna forma, representan los
lugares donde se vive la “cotidianidad”. Estos sitios suelen ser en
nuestra sociedad la familia, la escuela, la universidad, el trabajo, la
calle, etc. todos lugares donde compartimos con numerosas personas con
intereses e ideas opuestas a las nuestras.
Para mi la “transformación desde la vida cotidiana” no excluye los
lugares donde más se hace patente la opresión, como el trabajo, el
metro, el barrio, la escuela, etc. al contrario, es donde encuentro el
inmenso valor de la tensión, del conflicto, que no tienen porque
evidenciarse sólo a través de la violencia, si no que se encuentran
enfrentados por nuestra propia práctica. Desechar mi práctica en los
lugares donde no palpito la afinidad con otros, es someterse
voluntariamente a una cotidianidad condicionada por la práctica de
otros, a menudo, autoritaria, sexista, xenófoba, superloca, etc. La
cuestión consiste fundamentalmente en ser nosotros mismos en todos
lados, donde no es necesario llevar un parche para que se sepa que soy
partidario de la Libertad, sino que se entiende porque mi practica es
propositiva en sí misma, basta con decir lo que opino, poder defenderlo y
actuar en la coherencia que las condiciones me permitan, tampoco hay
porque ser un suicida cotidiano.
Un mínimo de coherencia para mi, pasa por no subestimar el potencial
intelectual o “revolucionario” de quienes no han visualizado en el
antiautoritarismo un camino a seguir, pues (si es que existe un)
nosotros no somos mejores que ellos, solo hemos llegado a distintas
conclusiones y la modificación de nuestros valores más profundos a
menudo no se consiguen con la lectura y el proselitismo, sino que se
estimulan con el roce y contacto entre sujetos, con la discusión, la
palabra y la acción. Pensarnos mejores que el resto, más puros o
superiores moralmente nos posiciona sobre un podio que no queremos, una
posición de asimetría que no lleva a otro lugar que el de la jerarquía
social. Lo problemático en este sentido es no asumir esa inserción
intrínseca en el mundo que odiamos y evitar el contacto humano,
posicionándonos en la esfera del desprecio, aún peor, en el prejuicio,
que parte de la idea de que, los que no son como yo, o no han llegado a
mis conclusiones, son personas felices con sus condiciones de
explotación y por tanto, mis enemigos.
En la afinidad y un poco más allá
Cuando planteo la necesidad de “cambiar las relaciones sociales” lo
hago pensando en mis compañeros y en mi entorno más cercano, es cierto;
pero también lo hago pensando en el sinnúmero de personas con quienes
convivo a diario, a quienes, en su mayoría no conozco, no son ni mis
amigos, ni poseo su historial conductual como para crearme un juicio
respecto a su práctica cotidiana. Relacionarme horizontalmente con mis
afines es un principio básico, pero practicar esa horizontalidad con
personas que viven otras dinámicas, donde las jerarquías están
normalizadas y la autoridad aceptada es un desafío mucho mayor,
precisamente porque debería ser el antiautoritario el que rompe con los
modelos establecidos por el sistema de dominación, y hacerlo
constantemente significa abrir reacciones en cadena que pueden llevar a
cuestionamientos mucho más profundos que la lectura de un panfleto o de
este mismo periódico.
Vivo y gozo a diario la afinidad, como anarquista intento
conquistarla permanentemente. Y ahí están los verdaderos compañeros,
cómplices hasta el final, en quienes puedo depositar lo mejor de mí,
hacer volar las ideas y la imaginación ilegalista por doquier, con
quienes me reconozco en mis pequeños, pero aguerridos grupos, eso
existe, y coincido con todos quienes buscan multiplicarlo a ritmo
desproporcionado. Pero también vivo todos los días las necesidades
impuestas por el sistema, como decía anteriormente, poseo (al igual que
usted) los grillos que el Estado y el capital nos han dejado, por tanto
vivo condicionado y restringido en mis cotidianos desgarros. Es allí
donde naturalmente no están mis afines para apoyarme y donde debo
encontrarme con otros que sienten igual que yo el peso de la
explotación. Para mi, la practica anarquista también debe considerar
esta dimensión y entregarse a la búsqueda de respuestas con individuos
con quienes pensamos muy distinto, es precisamente en ese lugar donde
encuentro un campo abierto para posicionarme en conflicto, puedo perder o
podemos ganar, pero es una pelea que hay que dar cuando el objetivo es
la transformación definitiva de todas nuestras condiciones de
existencia.
Escrito por Luis Armando Larevuelta.