miércoles, 8 de febrero de 2012

La responsabilidad de la crisis entre Estado y mercado

Como es notorio y universalmente recono-cido, la crisis económica-financiera en curso se inició con el colapso del sector de las mutuas subprime y sus derivados, es decir, como muy tarde en julio de 2007, y estalló el 15 de septiembre de 2008, con la caída del banco de negocios Lehman Brothers.
Sobre las causas y la responsabilidad en origen de la crisis existe, por el contrario, la habitual contraposición entre quien sostiene que se ha tratado de una quiebra del mercado y quien afirma que se debe hablar más que nada de exceso de poder y de errores por parte de los órganos de control nacionales e
internacionales. Se trata de la acostumbrada controversia de carácter ideológico entre quienes afirman que solo la libre actividad de las fuerzas del mercado puede garantizar la mejor y más eficaz localización de los recursos, y quienes, por el contrario, apoyan a priori su naturaleza intrínsecamente quebradiza.
Estos últimos, en la práctica, afirman que los errores del mercado son corregidos de manera más eficaz cuando estas reformas son oportunamente dirigidas desde el conocimiento y la competencia de la autoridad gubernativa y monetaria nacional e internacional. Esta controversia surge, en general, literalmente cimentada en el aire, ya que abstrae, es decir, prescinde de las consideraciones de las condiciones reales en que operan las denominadas fuerzas del mercado. No existe de hecho lugar en el mundo en que hombres de negocios y financieros, ahorradores e inversores, trabajadores, jubilados y consumidores, tengan tal libertad de elección y de acción como para hacer que las vicisitudes económicas y financieras puedan ser atribuidas exclusivamente a un libre mercado. La noción de mercado o de libre mercado presupone un número de operadores muy elevado y, considerados individualmente, poco importantes a la hora de sufrir, determinar o condicionar la gestación de los precios.
En tal condición teórica, considerada ideal por los entusiastas del libre mercado, los errores de valoración cometidos por los operadores individuales pueden compensarse con las correctas informaciones y decisiones de otros, o incluso sencillamente con los errores de signo opuesto. En la realidad, por el contrario, se determinan los precios con la resultante de las decisiones particularmente insignificantes de numerosísimos operadores privados de un poder de peso y de las determinantes de sujetos que no son poseedores y por ello tienen la posibilidad de condicionar las orientaciones de todos los demás. Esto es válido de manera particular para el sector financiero, para el que no es materia de opinión sino un dato de hecho irrefutable, determinante en que los precios de los varios productos sean principalmente el resultado de las decisiones de los bancos de negocios, bancos centrales, agencias de calificación y órganos de gobierno nacionales e internacionales. En el ámbito de esta pluralidad de organismos, por algún motivo extraordinario con respecto a los operadores comunes, en la práctica es muy difícil distinguir correcta y últimamente entre público y privado.
Los grandes bancos de negocios son, indiscutiblemente, organismos privados en periodos de vacas gordas, cuando nadie se atreve a discutir ni por asomo beneficios, remuneraciones y bonos a menudo estratosféricos de socios, inversores y directivos.
Sin embargo, cuando las cosas van mal, estos amos del mundo que, según dicen ellos mismos, hacen el oficio de Dios, entran automáticamente en la categoría de los demasiado grandes para quebrar y deben intervenir para salvarlos los gobiernos y los bancos centrales con el dinero de los contribuyentes y los ahorradores.
Por otra parte, cuando es rechazado tal socorro, como en el caso de la quiebra de Lehman Brothers, se resiente negativamente el mundo entero. Además de esto, especialmente en los países más desarrollados, se da una constante ósmosis entre finanzas pública y privada.
Resulta de común observación un cambio continuo de papeles y funciones entre banqueros de negocios y ejecutivos financieros, políticos y banqueros centrales en todas direcciones. Es más que raro que los gobiernos y los entes públicos regulen sus intervenciones en determinados sectores económicos aportando capitales y garantías, y atribuyendo funciones, papeles y poderes a entes privados o semipúblicos, sino que confieren en la práctica enormes poderes a las agencias de calificación.
Estas últimas se presentan formalmente como sujetos eminentemente privados, pero en la práctica revisten una función de carácter público, ya que tanto los entes públicos como los privados prevén en sus estatutos y reglamentos la obligatoriedad de un juicio positivo de las agencias de calificación para la firma de contratos de gran relevancia con su clientela. A esto hay que añadir que las tres agencias internacionales de calificación más importantes -Moody's, Standard & Poor's y Fitch- en la práctica operan en condiciones de monopolio en cuanto que controlan respectivamente el cuarenta, cuarenta y quince por ciento de las actividades de calificación que se ejercen en todo el mundo.
Dado que para los casos de mayor relevancia se requiere la doble valoración, y que a menudo tales agencias operan en conflicto de intereses por el hecho de valorar sujetos de los que son también consejeros, se comprende lo alejado que está el sector de la calificación de las condiciones de libertad de empresa y de competencia.
Por otro lado, no está fuera de lugar suponer que al menos algunos de los numerosos y con frecuencia clamorosos errores de valoración de estas agencias se pueden derivar de su ambigüedad y de sus conflictos de intereses. Por las razones expuestas, se puede afirmar que el mercado y la libertad de mercado son en gran medida sendos mitos o ficciones, si no quimeras o mirlos blancos, especialmente para el sector financiero, dado su carácter abstruso y de mayor opacidad para los iniciados. Podemos afirmar que la que aparece siempre como una nueva gran depresión o al menos como resquebrajadura, se ha de relacionar con una quiebra del Estado, más que del mercado, pero en el sentido particular. El Estado ha quebrado por ser cómplice, compenetrándose e identificándose con los grandes operadores privados, y por no haber querido o podido elaborar reglas que impidieran la verificación de las denominadas quiebras de mercado y la eliminación de gran parte de las reglas en vigor.
Pero las ambigüedades y confusiones de intereses y de funciones públicas y privadas derivan en tales razonamientos, puramente académicos y abstractos.
Se debería reconocer que en una situación de predominio de la economía de empresa, a los que por convención y ficción se denomina Estado y mercado, no pueden más que quebrar juntos en el intento de regular racionalmente la actividad productiva y financiera.

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