martes, 12 de febrero de 2013

EL DELITO Y LA PENA

EL DELITO Y LA PENA

Otra de las objeciones importantes que los críticos (sociólogos, juristas, politólogos, etc.) suelen oponer a la doctrina anarquista se basa en la necesidad que toda sociedad tiene de defenderse de los enemigos que alberga en su seno, es decir, de quienes atentan contra la convivencia pacífica de sus miembros. Así como el militar se justifica por la presencia, real o potencial, de un enemigo externo, el policía, el juez, el carcelero y el verdugo encuentran su razón suficiente en la existencia, real o potencial de enemigos internos (delincuentes). Sin represión del delito no podría subsistir la vida social y tal represión es función especial del Estado, se arguye. A esto suelen responder los anarquistas, ante todo, que la represión policial y judicial genera en la sociedad males mayores que los causados por el delito. Considerada en si misma y en la totalidad de sus efectos la acción del policía es más nefasta que la del delincuente, porque da lugar a un mayor cúmulo de injusticia, porque provoca más dolor, porque denigra más la dignidad humana, porque
se desarrolla en nombre de los más fuertes y poderosos sobre los más débiles y pobres. Esta respuesta no resulta, sin embargo, del todo satisfactoria, ya que se plantea en términos de mera comparación, y a un mal, que es el delito, sólo contrapone, como mal mayor, la represión del delito mismo.


Una respuesta más profunda supone un análisis de la naturaleza y la génesis de la conducta delictiva. En Kropotkin y en William Morris tenemos ya esbozadas las líneas fundamentales de tal análisis. Si consultamos las estadísticas nos será fácil comprobar que una gran mayoría de los delitos en cualquier lugar del mundo está constituida por los delitos contra la propiedad (robos, hurtos, estafas, etc.). Ahora bien, una sociedad que haya eliminado la propiedad privada, como debe ser la sociedad anarquista sin duda alguna, no dará ocasión para esta clase de acciones delictivas. Desaparecida la institución y hasta la idea misma de la propiedad, ¿qué sentido tendría el robo? ¿Qué se podría robar en tal situación y para qué se robaría? He aquí, pues, que la represión sería innecesaria porque el delito sería imposible. Quedan, sin embargo, los delitos contra las personas, que son por lo común los más graves (homicidios, lesiones, etc.). Pero, si analizamos las causas de los mismos, no tardaremos en advertir que éstas se encuentran, en la mayoría de los casos, en conflictos de intereses, los cuales suponen la existencia del dinero y de la propiedad privada.
Eliminada ésta, quedarían automáticamente eliminados estos crímenes contra las personas.
Pero aún con esto no agotamos todos los delitos. Los hay, en efecto, que se originan en factores emocionales o pasionales (el amor, los celos, etc.). Este residuo, el de los llamados «crímenes pasionales », se puede adscribir a lo meramente «patológico». Pero cabe también el recurso de buscar detrás de sus causas evidentes e inmediatas una causalidad más profunda, que se vincula con la naturaleza y la estructura de la sociedad estatal y la capitalista. ¿Acaso la rapiña de la burguesía y la prepotencia del gobierno no incitan, permanente y constitutivamente, a la agresión y la violencia? Por eso los anarquistas suelen considerar la culpa como pena y la pena como culpa.


Pero, ¿qué actitud deberá asumir una sociedad sin Estado frente a los antisociales y los que, de cualquier manera, no se adaptan a la convivencia y constituyen un peligro para los demás? Quizá la respuesta más común a esta pregunta sea la siguiente: la sociedad tiene derecho a expulsar de su seno a aquellos elementos que sean incompatibles con la propia vida social, como los asesinos o sádicos compulsivos, los que no quieren trabajar, etc. No se trata, sin duda, de castigarlos o de devolverles mal por mal, sino simplemente de evitar que sigan perjudicando a los demás miembros de la sociedad. Algunos autores anarquistas consideran, sin embargo, esta solución como insuficiente y proponen, en su lugar, un programa de rehabilitación que no implique ni Para quien parte del principio de que el verdadero sujeto de la historia y de la moralidad es la persona humana y la sociedad libremente constituida no puede haber nada más inmoral que la privación de la libertad y de la igualdad para las personas ni nada más criminal que su subordinación
a instituciones consideradas artificiales y, más aún, esencialmente enemigas de la libertad y la igualdad, como son los gobiernos, las dinastías, los Estados. El hombre puede y debe sacrificarse por los altos valores que lo hacen hombre, morir y aun matar por la libertad y la justicia; no tiene porqué morir ni matar en defensa de quien es un natural negador de tales valores, es decir, del Estado (y de las clases dominantes). La revolución y hasta el terrorismo pueden parecer así derechos y obligaciones; la guerra, por el contrario, no será sino una criminal aberración.


La cuestión que, en último análisis, aún queda planteada es, sin embargo, la siguiente: ¿Cuándo se ejerce la violencia, cualquiera que ésta sea y cualquiera que sean sus motivos y sus fines, no se está ejerciendo ya el poder? Los anarquistas contestarán que ellos luchan contra el poder establecido y permanente que es el Estado, no contra cualquier forma de poder y que el poder que la violencia comporta es lícito cuando es puntual y funcional, ilícito cuando se consolida y se convierte en estado-Estado. Pero cabría preguntar todavía: ¿La violencia puntual y funcional no tiende siempre a convertirse en permanente y estatal?



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